El teléfono de la casa de mis padres acaba de sonar.

—Buenos días, le llamo del Hospital Isabel Zendal. Anoche llevamos a su hijo a la UCI y quería decirle cómo ha pasado las primeras 12 horas.

Casi nadie llama ya a los fijos de las casas, salvo quien quiere venderte algo con voz robótica, los estafadores de pacotilla y algunos servicios públicos que se quedaron con esos números en sus archivos. Es uno de estos casos.

Mi madre, que había anulado la comida que íbamos a hacer por su 70 cumpleaños, intentaba acertar con el botón del teléfono para poner el manos libres aunque, realmente, no tuviera esa función. No había pasado la mejor noche de su vida que digamos, una de esas que solo están reservadas para las madres, en las que la oscuridad es más oscura porque tienen esa capacidad extraña de presentir que algo anda mal en el equilibrio familiar, una perturbación en la fuerza que solo ellas saben detectar.

Supongo que es difícil de explicar, sobre todo cuando no has dado a luz, pero creo que tuvo que ser como cuando el hijo adolescente sale por primera vez de fiesta en su vida y no pegan ojo calculando las miles de variables que le pueden estar ocurriendo. ¿Con quién estará? ¿Beberá?

Por eso, el teléfono no ha dado ni un solo ‘ring’ antes de que mi madre se levantara del sofá como un resorte y lo descolgara. Podría decirse, y creo que no me equivoco, que estaban tanto ella como mi padre haciendo guardia y turnándose para que no quedara desatendida esa llamada en ningún momento.

El médico siguió hablando:

— Mire, su hijo está grave. El tratamiento inicial no dio resultado, así que lo llevamos a la UCI. Ahora está intubado, sedado y en posición decúbito prono debido a una neumonía bilateral severa. Solo podemos esperar que los medicamentos surtan efecto.

—Pero… ¿si ayer estaba mejor cómo es que ha empeorado? —preguntó mi madre con voz temblorosa.

—Dentro de la gravedad con la que entró, la evolución no ha sido nada positiva, tiene un cuadro médico complicado y hay que actuar rápido si no queremos lo peor —sentenció el galeno al otro lado de la línea.

Un silencio helado llenó el salón cuando el médico pronunció esas palabras. Mi madre miró a mi padre, que bajó la vista y se perdió en un infinito de pensamientos. Finalmente, reaccionó para contestar:

—Bueno… pues… ¿qué podemos esperar?

—Descuide, señora, lo haremos lo mejor posible para salvar a su hijo. Hasta mañana por la mañana no le volveremos a llamar, pero no sabemos la hora.

Cuando colgó el teléfono, mi madre, con un hilo de voz, resumió lo que todos en aquel salón estaban pensando, pero nadie quería admitir:

—Se nos va.

Mi padre, que no es un hombre de muchas palabras, pero sí de sentimientos fuertes, salió de su letargo:

—Desde luego, está en las mejores manos, pero no tiene muy buena pinta. Mira que es cabezón, que tenía que haber ido al hospital cuando se lo dijimos y no haber apurado tanto. Qué puta manía de tener miedo a los médicos.

Y no les faltaba razón.

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